Title

FIESTA Y DROGAS EN EL CONTEXTO URBANO: OTRAS BÚSQUEDAS

FIESTA Y DROGAS EN EL CONTEXTO URBANO: OTRAS BÚSQUEDAS

radikal

DAVID GÓMEZ-VALENCIA
Artículo de Investigación

Resumen

Este artículo busca explicar el sentido de las prácticas festivas urbanas en la actualidad y el papel del consumo de drogas en ellas. A partir del equilibrio entre conceptualización y datos centrados en la realidad nacional, se analizan acciones, procesos y discursos para argumentar que las prácticas festivas y psicoactivas representan, especialmente en los jóvenes, algo más que un modo de escape y se configuran como una estrategia de búsqueda y encuentro de experiencias con gran trascendencia subjetiva y sociocultural. Se centra en la sacralidad que la fiesta contemporánea adquiere, así como en la autotransformación que los individuos vivencian y la reintegración del cuerpo, la mente y el espíritu. También hace especial énfasis en el vínculo social estimulado por la fiesta y potenciado por las drogas, que insinúa el (re)nacimiento de un nuevo cohesor social dado por una suerte de espiritualidad urbana esquiva a cualquier pretensión institucional de control o manipulación.

Palabras clave: fiesta, subjetividad, búsqueda, drogas, ciudad.

PARTY AND DRUGS IN URBAN COTEXT: OTHER SEARCHES

Abstract

This article intends to explain the meaning of the urban festive practices at present and the role of drug use in them. From the balance between conceptualization and date focused in the national reality, actions, processes and speeches are discussed to argue that festive and psychoactive practices represent, especially in young people, something more than a way to scape and they are configured as a strategy to search and find experiences with big social and subjective transcendence. It is centered in the sacredness the contemporary party acquires, as well as in the self-transformation that the individuals experience and the rreinstatement in the body, the mind, and the spirit. It also makes an special emphasis on the social link stimulated by the party and made more powerful by drugs, which implies the rebirth of a new social connection given by a sort of urban spirituality dodge to any institutional control or manipulation pretention .

Key words: Party, subjetivity, search, drugs, city.

La fiesta actual en la ciudad

[pix_dropcap]H[/pix_dropcap]ay muchas maneras de hablar sobre las drogas, porque hay muchas formas de consumirlas. Eso es lo más importante quedebemos tener en cuenta si queremos entender su dinámicaen nuestra sociedad; una cosa es consumir una sustancia psicoactiva, sentir susefectos, su placer, su utilidad, etc. Y otra cosa muy distinta es reunirse con otros y drogarse. Este es el caso de las prácticas festivas. Esto quiere decir que el consumo de drogas no solo es algo que el sujeto “se hace” a sí mismo sino que es algo que hace con otros y en función de otros. Solo allí se puede encontrar su sentido.
Resulta que desde hace tiempo me he interesado en las cosas que suceden en la sociedad al margen –o en los intersticios– de lo instituido; es decir al margen de las esferas de lo político, lo educativo, lo laboral, lo religioso y lo familiar. Preocupación investigativa en eso que el sociólogo francés Michel Maffesoli (2006) llama socialidad subterránea1 que se justifica a través de la intuición–cada vez más corroborada– de que es allí donde se desarrollan las formas y contenidos más importantes de las subjetividades urbanas, principalmente la población juvenil.

Poco a poco fui notando que entre todas esas experiencias subterráneas – desde procrastinar en Internet2, hasta vagar en un parque, pasando por reunirse en una casa a “mamar gallo” con amigos– la fiesta tenía unas características muy especiales y de gran significatividad socioantropológica. En este texto intentaré profundizar en esas cualidades y su relación con las drogas.

Para ello sería adecuado acercarnos brevemente a lo que es el fenómeno festivo. Veamos.
Cuando hablamos de fiesta, tres características nos vienen a la mente. La primera que se puede mencionar es la más evidente: la fiesta es un acto colectivo. Lo segundo es que es un hecho extraordinario, un acto que se aparta del decurso regular de la vida diaria. Lo tercero es que entraña una celebración; cuando hay fiesta se celebra algo. Sobre estos tres elementos se erige la conceptualización de lo festivo: su cualidad colectiva o social nos remite, entre otros, a las formas de interacción, las redes, los símbolos y las relaciones sociales que subyacen a la fiesta. Su carácter extraordinario lleva a la pregunta sobre las transformaciones y matices que los elementos antedichos adquieren. Y finalmente su cualidad celebrante; en tanto toda celebración implica la conmemoración o alabanza de algo, dicha característica remite a cuestiones como el por qué, cómo, qué y quién celebra la festividad en cuestión. O dicho de otro modo, preguntas sobre el sentido y razón de la celebración, los rituales y actividades que el acto de celebrar implican, así como los mitos, acontecimientos, personajes o cosas que se conmemoran y la colectividad que los conmemora. De ahí que el estudio de lo festivo sea necesariamente complejo y multidisciplinar, pues dependiendo del modo en que se entiendan y definan estas tres características y el énfasis que se haga en unos u otros elementos que están contenidos en éstas, el estudio de lo festivo puede adquirir tintes históricos, psicológicos, antropológicos, sociológicos o de ciencia política. Hasta aquí todo parece claro. Sin embargo cabe preguntarnos algo: ¿Toda fiesta implica la celebración de algo? ¿Qué hay de lo que coloquialmente llaman rumba, farra, parranda? ¿Qué se conmemora, por ejemplo, cuando uno sale a “azotar baldosa” con salsa, en una fiesta electrónica, en un concierto de rock, en una noche de “perreo intenso”? Esta parece ser una cuestión indiscutida en la joven teoría de la fiesta. De ahí que sea fácil encontrar aseveraciones tan contundentes como que “En cada fiesta hay un sujeto celebrante entendido como la colectividad que la realiza y la dota de significado y un objeto celebrado que es el ser o acontecimiento evocado mediante ritos y símbolos” (Pizano, 2004: 20); o también afirmaciones como que “No hay fiesta sin reminiscencias, se retoma el pasado, a menudo como aniversario porque la fiesta conlleva una memoria” (González, 2011: 16).

A partir de las preguntas por la celebración (por qué, cómo, qué y quién celebra), surgen las tipologías festivas que nos permiten hablar de fiesta tradicional –religiosas, carnavales y ceremonias– y fiesta patria, las cuales agruparé, con fines netamente expositivos, bajo el nombre fiesta oficial. Este término resulta adecuado para contraponerlo a la fiesta no oficial3; es decir, el tipo de fiesta que no tiene necesariamente ningún tipo de relación simbólica con el mundo de lo instituido u oficial (tradición, religión, familia o política).

El tipo de fiesta que estudio acá no es ni tradicional ni cívica, precisamente porque no tiene una cualidad intrínsecamente celebrante.
Dejando clara esta salvedad, podríamos definir un primer acuerdo: que la cualidad celebrante no un rasgo esencial ni necesario de las prácticas festivas de las que nos ocuparemos aquí.

En lugar de esto, me gustaría proponer que lo propio de la fiesta –incluso de la oficial– es la de ser un acto lúdico (Huizinga, 2008). Es decir, un acto que se hace libremente, nunca como una tarea u obligación. Algo que se hace por puro gusto, por el placer que con él experimentamos. Una actividad que se puede suspender en cualquier momento porque no obedece a necesidades físicas, deberes morales o intereses instrumentales; no aporta nada a los procesos de supervivencia (nutrición, procreación, protección). De ahí que la fiesta, como todo juego, sea una situación excepcional, extraordinaria; está al margen del proceso teleológico de la vida cotidiana.

Es por eso que lo festivo, en tanto lúdica, resulta ser una experiencia autónoma, “encerrada en sí misma”, en la medida en que agota su curso y sentido (mas no sus efectos) en los límites temporales y espaciales que se le concede, explicita o tácitamente, al campo espacio-temporal en el que se desarrolla. Y es precisamente esta cualidad separatista la que le confiere al juego cierta sacralidad; lo que quiere decir que el acto lúdico, al igual que el rito sagrado, se desenvuelve y solo se puede desenvolver en un área consagrada en la que se suspenden las reglas de la vida cotidiana y priman las del juego (Huizinga, 2008)¼ el juego de la fiesta.

Tradicionalmente (es decir, fijándonos en la fiesta oficial) dicha área es creada al asignarle a las festividades unas fechas establecidas (pues toda fiesta oficial tiene un día de inicio y de finalización determinados de antemano), así como con la modificación del espacio para volverlo un “sitio de fiesta” (Paz, 1950).

Pero, sin duda alguna, la cultura festiva actual se vislumbra mucho más compleja y el modelo clásico de estudios sociales de lo festivo –el que se enfoca en la fiesta oficial– resulta insuficiente para entenderla. Si pensamos en el carnaval, por ejemplo, veremos que uno de sus fundamentos básicos es el calendario; pues aquel consiste en un periodo de liberación inmediatamente anterior a la abstinencia de la cuaresma.

En Colombia, sin embargo, estamos viviendo eso que Berger y Luckmann (1997) suelen llamar pluralismo. Es decir que los valores y modelos de acción que las personas asumen para vivir su vida son mucho más diversos, en especial para las nuevas generaciones.
La experiencia del tiempo es menos homogénea que hace unas décadas, la separación cuaresma-liberación no es empíricamente asumida por toda la sociedad; contrario a los “tiempos viejos” en los que en época de cuaresma todas las actividades de la comunidad se veían reguladas –y homogenizadas en cierto modo– por una suerte de ambiente de abstinencia y devoción, garantizado por la censura social para quienes transgredieran demasiado tal regularidad (Peralta, 1995). En la actualidad aquella época convive y se sobrepone con otras lógicas; el trabajo, el estudio, una final de fútbol, un concierto, el cumpleaños de un ser querido, graduaciones, etc.

Así como ocurre con el tiempo, ocurre con el espacio. Los sitios de fiesta en la actualidad son mucho más diversos y numerosos que en tiempos pasados.

En cada ciudad, no solo existen distintas zonas de rumba establecidas (llamadas a veces “zona rosa”). También sucede que las prácticas festivas se han vuelto cada vez más nómadas; ya sea que transcurran transitando el espacio público, en la casa de alguien que se anima a prestar su tranquila morada para subvertirla por una noche, en un carro que recorre la ciudad al ritmo de su música interior, o sea porque se llevan a cabo en lugares clandestinos como casas abandonadas, bodegas o fincas a las afueras de la ciudad, que la gente usa para pernoctar y bailar sin las interferencias de la ley.4

Lo que quiero señalar es que la frontera entre los tiempos-espacios festivos y los no festivos se hace porosa pese a que la exigencia lúdica de la fiesta, la de separar un área consagrada, se mantiene. En vista de que la lógica solar puede irrumpir en la lógica lunar (Gabriel Restrepo, en conferencias) empieza a emerger la tendencia a buscar eso que Hakim Bey (1999) ha llamado “zonas temporalmente autónomas” para referirse a “la liberación de un área de territorio, de tiempo o de imaginación”. Una suerte de “hackeo de la realidad” como táctica inconsciente de autodesaparición del mundo oficial.

Vemos entonces que, ya sea a través de la modificación del tiempo, del espacio, e incluso de la misma subjetividad, lo propio de la fiesta es la construcción de un mundo paralelo al de la vida ordinaria, la vivencia de un “estado peculiar del mundo” (Bajtin, 1987: 13) en el que, como señalamos, se suspenden las reglas del mundo ordinario y priman las del juego festivo. ¿Cuáles son estas “reglas” festivas? Podríamos sintetizarlas como la búsqueda, consciente o inconsciente, de la alteración del orden social, en el sentido más laxo de la expresión (Baroja, Heers y Bajtin citados en Prat, 1993).

Antes de profundizar en el significado de esta alteración, notemos que la experimentación de la fiesta –de ese acto lúdico, subterráneo– consiste en la construcción de una situación deliberadamente extraordinaria en la que todo (tiempo, espacio, relaciones sociales y sujeto) se dispone de una manera especial para que así sea. De hecho, este tipo de construcciones deliberadas de experiencias extraordinarias no es algo exclusivo de las prácticas festivas; de lo que aquí estamos hablando es de una tendencia histórica contemporánea que se ha denominado “nomadismo juvenil” (Maffesoli, 2000); aquella disposición de las nuevas generaciones hacia la construcción de situaciones, de “construcciones como única salida frente a una sociedad embrutecida. Construcciones plurales expresadas en esas prácticas de contrabando que corporeizan a espíritu y espiritualizan al cuerpo”. Un nomadismo entendido como un escape de la “pesantez mortífera de lo instituido” (Maffesoli, 2000: 158).

Que la fiesta es un submundo con condiciones temporales, espaciales y vivenciales particulares, “encerradas en sí mismas” no es solo una premisa teórica tal como lo evidencian los siguientes comentarios que hacen algunas personas después de haberse enfiestado:
· “Mantener por un buen tiempo la sensación de que el tiempo jamás pasa, para empezar a valorar las verdaderas cosas… Mil gracias… un perfecto respirooo¡¡¡”.
· “Como en Inception5: la fiesta se vuelve el mundo real… lo otro es un sueño…”.

El sentido de esta especie de “pulsión migratoria” es el deseo de evasión; el rechazo frente a cualquier tipo de manipulación o poder exterior; no querer situarse ni a favor ni en contra de las instituciones sociales o políticas sino escapar hacia otros lugares. No debe entenderse en términos de finalidad puesto que la energía (colectiva e individual) que se invierte en dichas “situaciones” ya no se proyecta hacia lo lejano sino que se agota en el acto; lo que importa es la experiencia vivida, la irradiación del presente. Un nomadismo contemporáneo que, antes que nada, se debe entender como una serie de búsquedas que se traducen en la necesidad de aventura, en el placer de los encuentros efímeros, en la sed de lo extraño, en la búsqueda de una fusión

El orden del desorden

Volvamos ahora al punto de la alteración del orden social. ¿En qué consiste? Básicamente hablamos del hecho de que cuando una colectividad está de fiesta, la manera en que organiza y experimenta el tiempo es distinta; las rutinas se alteran, las horas entendidas ordinariamente como de descanso, se vuelven las horas más intensas de la noche. De igual manera ocurre con el uso y apropiación del espacio; lo que antes era un sitio de simple tránsito, ahora se vuelve un callejón para la tertulia y el amor, lo que antes era una sala, ahora se vuelve pista de baile.

Con las relaciones sociales pasa lo mismo. La fiesta provoca un vínculo sui generis entre las personas; un vínculo que depende no tanto de la comunidad de intereses ideológicos, de la identidad compartida o de los intercambios instrumentales que existan entre los individuos, sino más bien de lo “proxémico” (Maffesoli, 2006), es decir una suerte de comunicación corporal, de una conexión emotiva, incluso mística, como veremos más adelante. Bajtin (1987) señala al respecto que en festividades no-oficiales como el carnaval, se podían establecer nuevas relaciones con los semejantes, en las que la alienación desaparece provisionalmente en tanto quedan abolidas jerarquías, privilegios, códigos de conducta y tabúes.

Ahora bien, ¿cuál es el sentido de esta alteración del orden social y de sí mismo? Dicho de otra manera, ¿por qué las personas invierten tiempo y recursos físicos, mentales y económicos en actividades que no están dirigidas a ningún fin ni rinden ningún tipo de rédito? ¿Cuál es “la ganancia de la perdición”?  Desde los estudios sociales de la fiesta y el carnaval este tema ha generado disquisiciones clásicas en torno a si la inversión o alteración del orden social representa una transgresión real; si representa una forma de resistencia libertaria que, en la medida en que estimula la concepción de otras alternativas de mundo (Bajtin, 1987), puede traducirse en algún tipo de cambio del orden oficial.

O si al contrario, representa más bien un reforzamiento de la norma (Eco, Ivanov y Rector 1990),una “válvula de escape” delimitada espacio-temporalmente por las autoridades, que permite que una vez finalizado el carnaval y liberadas las tensiones individuales y colectivas, todos vuelvan a sus posiciones sociales a la espera de la próxima subversión autorizada. En una palabra, si el potencial del carnaval es el de la transformación del orden social o el de su reproducción.

Dados los intereses de este artículo, no viene al caso profundizar en este debate. Baste señalar que su raíz está en lo epistemológico, pues el trasfondo  analítico del debate es la tendencia a buscar relación de la fiesta con el poder. A nosotros, en cambio, lo que nos interesa es la relación de la fiesta con el sujeto como tal. Solo cuando lo vemos así es que caemos en la cuenta de que eso que solemos llamar “orden social”, “normatividad”, “control”, etc., se hace efectivo, principalmente, mediante una serie de autorregulaciones interiorizadas a través de un complejo proceso histórico y biográfico del cual los jóvenes son sus mejores exponentes. Eso significa que esa “inversión del orden social” de la que tanto se habla, no consiste exclusivamente en una lucha contra fuerzas exteriores sino, y principalmente, contra fuerzas interiores. Si el orden social está adentro de uno, es ese interior lo que hay que invertir.

Aparecen elementos muy sugerentes cuando miramos algunos de los comentarios de asistentes a fiestas electrónicas underground6, una de las expresiones más emblemáticas de la fiesta urbana contemporánea ya que sintetiza rasgos de la contemporaneidad como transformación de las relaciones de género, centralidad de la tecnología, la diversidad cultural, ruptura con la tradición, crisis de referentes identitarios, fin de relatos, el individualismo y desenclave del lugar. Puede ser debatible, pero considero que estudiar un escenario con estas características es otra forma de reflexionar sobre la sociedad en general.

Sé que el lector ya debe estar sospechando el punto al que quiero llegar; el papel de las drogas en la construcción del submundo festivo. ¿Cómo vivir la fiesta dado que nuestros tiempos se caracterizan por una porosidad entre lo ordinario y lo extraordinario? La estrategia acá consiste en la alteración de la propia subjetividad, pues metamorfoseados nosotros mismos, metamorfoseada la manera en que nos relacionamos con los otros y la manera en que experimentamos el tiempo y el espacio.
Una de las técnicas principales de la investigación sobre la que se basan estas reflexiones fue el análisis de los comentarios que los asistentes a fiestas electrónicas hacían en los muros de los eventos en Facebook días antes (o después) de realizarse la fiesta en cuestión, observemos algunos de ellos para entender el punto de la alteración deliberada de la propia subjetividad7:
· “Ya casi cada vez más cerca demencia total”.
· “Ah! profanar el cuerpo señores”.
· “Explosión sonora, derroche de energía y sentidos multicolores !! full rave”.
· “Una noche para mover tu mente hasta que salga el sol yeaaahhh”.
· “A quemar neuronas al 100 jajjaajajajajajjaaj”.
· “Será un panal sonoro… escucha música de alas para tus oídos y después deja que tu cuerpo piense…”.
· “De cabeza a alimentar la mente!”.
· “Esoooooooooo a destruirnos””.
· “Con toda!!!! que chimba a DEMENCIARRRRRRRRR”.
· “De cabeza… para quedar sin ella :)”.
· “Woooo!! a romper craneooos”.
· “Una experiencia mágica… unión entre mente… cuerpo y alma… ufff…”.
· “A descontrolarnos con toda””.
· “Caótico… lento… denso… desenfrenado… sonidos que interrumpen tu estado vegetativo”.

El hecho de que este tipo de comentarios los escriban los asistentes días, incluso semanas antes del evento denota el carácter, deliberado de la alteración.7 Quise conservar los llamados “errores” de digitación y ortografía ya que también hablan sobre el estado emocional que estimula a escribir estos comentarios.

Pero más interesante aún resulta el tipo de alteración; nótese que no se habla de un simple “ponerse alegre” o de un tradicional “celebrar”. Lo que aquí encontramos, más bien, es un profundo deseo de destruir-se, descontrolarse, de la “irrupción” de un estado rutinario que llaman “vegetativo”, de un “volcamiento de cabeza”, “rompimiento de cocos”, “fusión mente-cuerpoalma”, “demencia total”¼ de una “experiencia mágica”.

Pero esta alteración no se trata de una aspiración dispersa de unos cuantos; su carácter colectivo queda cristalizado en los nombres que se le dan a algunas de
las fiestas estudiadas, así como en las imágenes publicitarias que las acompañan. Es así como nos encontramos con fiestas llamadas “Liminal States” (estados liminales),“InfectedBrain 9.0” (cerebro infectado), “T.E.C.H.N.O. Hard In The Head” (duro en la cabeza), e incluso “Rave Camp 01 – PsychoTheraphyEdition” (campamento raveedición psicoterapia) y “White Minds” (mentes en blanco).

Tal vez lo más importante que estos datos nos indican, es que la demencia, la puesta de cabezas, el descontrol, el blanqueamiento de la mente, la locura o como se le quiera llamar, no es algo accidental, sino una experiencia deseada y deliberadamente buscada. Me parece que este carácter deliberado de la experimentación de la locura sirve mucho para matizar la visión que subyace a las políticas públicas relacionadas con la fiesta, la ciudadanía y los jóvenes que consideran las acciones “desviadas” de los individuos como una incapacidad para responder por sus propios actos.

En este punto tendríamos que llamar la atención en el hecho de que no son las facultades mentales las que desean ser aniquiladas sino esa parte del pensamiento colonizada por las instituciones sociales y los controles que ejercen sobre la emoción y la voluntad. Esta búsqueda de alteración de sí es colectiva y deliberada y puede entenderse como una manera de destilar ese mar de imágenes y discursos que caracteriza la forma de pensamiento de los sujetos, en especial los jóvenes de ambientes urbanos. Las sustancias psicoactivas son sin duda uno de los “juguetes” principales para jugar el juego de la demencia, su consumo tiene cierta ritualidad y va más allá del deseo de sentirse drogado como veremos más adelante; se rige por la lógica de la fiesta, tiene en cuenta a los otros, así como un “acervo de conocimiento” sobre las drogas.
Este asunto es clave en las políticas públicas sobre el consumo de drogas, pues tienden al error de enfocar la cuestión a partir de la salud física –y ya vimos que la salud del cuerpo es algo poco relevante– cuando debería tener en cuenta la ritualidad del consumo. En una palabra: que la invitación no sea a controlar el consumo sino a respetarlo.
Es más, quiero proponer la idea de que esta búsqueda tiene un sentido más profundo: la experiencia del vacío. La palabra “vacío” se me ocurre a partir de un comentario que un conocido me hizo para describir cómo se estaba sintiendo en la fiesta; “ufff parce, es que es como estar en el vacío” – ¿cómo así?, le digo yo– y él me responde “es que no hay ni pensamientos ni nada”.

Antes de profundizar en la naturaleza de este vaciamiento mental, es importante señalar dos cosas: i) que el carácter colectivo de la búsqueda deliberada del vacío y la demencia a través de la práctica festiva urbana no radica exclusivamente en que todos quieran experimentarles, sino en que se requiere del otro para ello.
En una de las entrevistas alguien me estaba contando sobre esta experiencia. Me interesaba saber hasta qué punto las drogas incidían en esto.
El me respondió que eso no lo podía obtener “drogándose solamente porque la gente también hace que uno sienta eso, porque usted ve gente en esas (o sea en el vacío, en la alteración de sí) entonces su cuerpo dice ‘no, pues otros están así¼ ¡entonces hágale!’”.

En cierto modo la experiencia de la “demencia” es legitimada y estimulada por los otros, y viceversa; la propia “demencia” estimula y legitima la de los demás.
De lo que estamos hablando es de una demencia colectiva y deliberada cuya centralidad está en la relación con los otros y no en el consumo de psicoactivos.
Pero algo más llama la atención del relato del entrevistado¼ “su cuerpo dice”.
¿Qué significa eso? Entendámoslo pasando al segundo punto. ii) La experimentación de estas “whiteminds”, “mentes en blanco”, viene acompañada de la fusión del
cuerpo, la mente y la emoción.

Es natural entonces que se hable8 de “oídos inteligentes”, de “una experiencia mágica” de “unión entre mente, cuerpo y alma”, o que alguno de los asistentes se refiera a la fiesta a la que planea asistir como “un panal sonoro” y agregue; “escucha música de alas para tus oídos y después deja que tu cuerpo piense”.
Sin ninguna duda a lo que nos estamos enfrentando es a la ruptura con los dualismos típicos de la modernidad judeocristiana; el cuerpo, la mente y el espíritu se experimentan como unidad. Y ello implica, por un lado, que la metamorfosis deviene igualdad, pues difuminado el cuerpo en el que se proyectan las diferencias sociales, y difuminada la mente en que se interiorizan, lo que queda es la igualdad.
Ahora bien, esta búsqueda conscientemente deseada de una alteración de la propia subjetividad a través de una práctica eminentemente social como la fiesta, nos sugiere un hecho muy relevante de la práctica festiva contemporánea, en especial la urbana: poco a poco recupera el sentido sagrado que alguna vez tuvo.

Lo sagrado de enfiestarse: el éxtasis y la muerte del Yo

¿Por qué hablo de recuperar? Aquí debemos tener en cuenta que antes de que las religiones racionales de occidente (Weber, 2005), tuvieran el poder que ahora tienen (me refiero al catolicismo, judaísmo, cristianismo, etc.), la forma privilegiada de tener contacto con lo divino o acceder a una realidad suprema o numinosa era a través de lo orgiástico. Tanto Weber como Durkheim –grandes teóricos del fenómeno religioso– coinciden en señalar la orgía o la efervescencia colectiva como el origen de la religión en la medida en que éstas suscitan homogéneamente en toda una colectividad la certeza profunda –que no exige ser verificada por la razón– de una realidad suprema, numinosa o sobrenatural (Durkheim, 1993: 341-347; Boyer, 1995: 54; Weber, 2005: 329). La experiencia subjetiva con la que se lograba aquel contacto era el éxtasis (llamado “trance extático” por Weber, “éxtasis místico” por Boyer o “experiencias culminantes” por Bauman, 2001).

Lo que vino a suceder después fue el intento de las religiones racionalesinstitucionales, por volver aquel éxtasis un privilegio de unos pocos; los elegidos de Dios o, en su defecto, aquellos que llevaran una vida de sistemático ascetismo, austeridad y mortificación (Bauman, 2001; Weber, 2005). El contacto con lo divino no podía surgir de una práctica que estimulara los sentidos a tal punto de avivar el alma sino que debía ser el resultado de una vida de sacrificio, prudencia, orden y disciplina¼ todos los requisitos que demanda una institución religiosa para conservar su poder sobre los creyentes.

No era entonces el éxtasis en sí mismo lo que disgustaba a las religiones organizadas, sino los medios con los que éste se obtenía: la embriaguez con “sustancias tóxicas” o “espiritosas” (alcohol, tabaco o alucinógenos), la danza, la música y el erotismo.

La técnica con la que estos medios fueron controlados fue el adoctrinamiento basado en la fragmentación del ser en cuerpo, mente y espíritu (y la extraña premisa de que lo que es bueno para el cuerpo es malo para el alma).

En nuestro continente los procesos históricos que mejor ilustran esta técnica fueron la evangelización –en un primer momento– y las reformas borbónicas después. La escuela, tal y como funciona hoy día, no hace más que afianzar estos procesos. En este sentido, las prácticas festivas actuales pueden entenderse como parte de lo que se ha denominado “prácticas corporales alternativas” las cuales son un intento por restablecer la integridad del cuerpo, el alma y el intelecto (Pedraza, 2011: 275).

De ahí que el consumo de psicoactivos y los excesos autodestructivos que hoy día se ven en las fiestas, incluido el tradicional carnaval, sea mejor entenderlos como un recurso “metaexperimental” para potenciar la recepción de sensaciones y perfeccionar el arte de “dejarse ir” (Bauman, 2001); es decir, derrotar la primacía que la razón tiene sobre las emociones y el cuerpo… permitir su fusión. De ahí la gran significancia que las prácticas festivas contemporáneas adquieren, pues en cuestión de horas desmoronan una división del ser que requirió de siglos de adoctrinamiento. Sin embargo, no es solamente esta fusión lo que hace de la práctica festiva contemporánea9 una “experiencia culminante”¼ un acto sagrado.

Un aspecto fundamental de esta experiencia es la llamada “muerte del Yo” (Fericgla, 2011), la cual consiste en dos procesos que ocurren simultáneamente.
El primero tiene que ver con la metamorfosis que el individuo vive al entrar en contacto con lo sagrado (Durkheim, 1993); las máscaras y maquillajes que los aborígenes usan en sus ritos sagrados son una simbolización de dicha metamorfosis. La versión contemporánea de esta metamorfosis la encontramos en los cambios de identidades que las personas experimentan en las fiestas. La “muerte del yo” en este sentido, consistiría en un dejar-de-ser el que normalmente se es en la cotidianidad; el tímido, el malgeniado, el heterosexual, etc. El hecho de que a tantas personas “se les moje la canoa” (es decir, muestran tendencias homosexuales poco comunes en su persona) en la fiesta muestra hasta qué punto las autorregulaciones sobre la sexualidad son un asunto que tiene mucho “peso” (es decir que son una carga) en la estructura social.

Bajo esta perspectiva es que debe entenderse la búsqueda de “demencia total”, la ruptura con el “estado vegetativo”, es decir el yo cotidiano, el “des-control”, la muerte del yo que resulta de ese continuo control de sí. Tal como recordaba una asistente: “Me imaginé en el momento del discurso mental donde no sé si sigo siendo yo”.

El segundo proceso de la “muerte del yo” está ligado a un aspecto del que hablábamos antes; el vínculo especial que la fiesta estimula entre las personas.
Este consiste en el desbordamiento del encierro individual, de ese homo clausus que según Norbert Elias caracteriza la modernidad (Sáenz, 2011. Abandonar la individualidad y sumergirla en la colectividad. Pues, tal como se afirma en uno de los estudios colombianos sobre la fiesta urbana, “el individuo deja de ser yo para convertirse en un colectivo. La rumba como ritual o ceremonial busca anular la individualidad” (Pérgolis, Orduz y Moreno, 1999: 29).

Esa conexión mística

En el proceso de investigación que inspira este texto que usted, apreciado lector, está leyendo; me llamó la atención particularmente este fenómeno y quise profundizar en él. Lo que encontré fue que esta unidad social no solo está mediada por la emotividad que genera la música o la corporalidad del baile, sino además por algunos elementos místicos. La primera pista me la dio la técnica de análisis del discurso, pues en el proceso de sistematización y análisis del corpus textual de un año y medio de publicidad virtual de las fiestas y los comentarios que los asistentes hacían, encontré con recurrencia las expresiones “vibra”, “onda”, “energía” o “conexión”. Volví a revisar el registro de las entrevistas y encontré que allí también estaba presente esta recurrencia, este fue un tema clave que abordé en las entrevistas en profundidad. Me di cuenta de que la experimentación de la “buena energía o buena vibra” resultaba ser definitiva para los asistentes y que sentirla es una de las principales motivaciones para buscar la fiesta en la ciudad.

Preguntémonos entonces de qué se trata la buena energía. Y de entrada pido al lector que no espere una definición de la misma, pues determinar un elemento tan ambiguo no solo es imposible, sino inconveniente. Más adecuado sería señalar las características generales que los datos recolectados sugieren.

La cualidad esencial de la vibra es la de ser algo místico. El término no hace referencia al misticismo religioso tal como se aplica a las sociedades modernas, sino a “la creencia en las fuerzas, en las influencias, en las acciones imperceptibles a los sentidos, y sin embargo reales” (Lévy-Bruhl, 1947: 34). De ahí que la “energía” en la fiesta sea algo que los asistentes dicen sentir. Cada persona aporta su propia energía en la fiesta, esa energía puede ser agradable (“buena”, “positiva”) o desagradable (“mala”, “pesada”) y tiende a ser contagiosa. Pese a ser algo individual, la vibra deviene unidad; es decir que hay una “energía de la fiesta” que a veces es sentida por todos. A esta energía se le llama “ambiente”, “magia”, “conexión” y por supuesto, “buena vibra o buena energía”. La experimentación colectiva de la buena vibra, según los relatos de la población estudiada, requiere de condiciones ambientales y sociales, así como de otro elemento al cual se le atribuyen cualidades místicas: la música.10 De ahí su carácter contingente; hay fiestas donde se siente buena energía y hay fiestas en las que no. El elemento clave para la experimentación de esta unión o conexión mística es el hecho de “estar en la misma”, tal como lo mencionan los asistentes a fiestas. Ya volveremos sobre esto.

En síntesis, la vibra se siente, puede ser buena o mala, individual y colectiva. Es contagiosa y estimula cierta conexión mística –que puede acontecer o no– en la que es clave el poder cuasi mágico que se le atribuye a la música así como unas condiciones ambientales y sociales específicas.

Las drogas en la fiesta

¿Cuál es el papel de las drogas en la experimentación de la vibra? Para responder a ello, vale la pena retomar la idea de las prácticas festivas contemporáneas como un acto con cierto halo de sacralidad expresado en la experiencia orgiástica, o la “efervescencia colectiva” como les llama Durkheim (1993). En lo escrito por el autor sobre este tema, no es muy claro qué se requiere para vivir esa experiencia tan inusitada. Al parecer es suficiente la congregación; pues “cuando los individuos se han reunido, su acercamiento genera una especie de electricidad que los conduce rápidamente a un grado extraordinario de exaltación” (1993: 342). Claramente, los individuos a los que se refiere el autor son muy distintos a los individuos contemporáneos de los que acá estamos hablando, él habla de “primitivos” que pertenecían a un mismo clan y en su cotidianidad se dedicaban, cada familia por su lado, a la recolección de granos y hierbas para alimentarse, a la caza, la pesca, etc. Yo hablo de personas supremamente disímiles entre sí, individuos que se enfrentan diariamente a la hostilidad de la ciudad; a su tráfico, su esmog, su violencia, su segregación socioespacial, que se enfrentan a “un futuro que no llega” (Reguillo, 2006: 105); a una familia ausente, en tránsito, descompuesta o sobrepuesta como es el caso de la población juvenil urbana, principal protagonista de la fiesta urbana.

Pero no es solo en la forma de vida que hay diferencias, también en su tipo de pensamiento: “Como la emotividad y las pasiones del primitivo están muy poco sometidas al control de su razón y su voluntad, es fácil que deje de ser dueño de sí” (Durkheim, 1993: 342). por eso bastaba su simple acercamiento para experimentar ese viaje de la efervescencia. Nosotros (los asistentes, usted y yo) tenemos sobre nuestra estructura de pensamiento el peso de siglos en los que instituciones de todo tipo han querido intervenir en el control, no solo de nuestras pasiones, sino de la mismísima voluntad individual. También el peso de las instituciones actuales, que ahora mismo nos sugieren una gran variedad –a veces contradictoria– de modelos de acción y formas de pensamiento; la escuela, la familia, la Iglesia, los medios de comunicación y las llamadas “instituciones secundarias” (Berger y Luckmann, 1997); la psicoterapia, la orientación sexual y laboral, los talleres para enfrentar el duelo, los guías espirituales, la literatura de autoayuda, el zen, el ambientalismo, las nuevas religiones y los distintos grupos sectarios.

Los individuos estudiados, en tanto sujetos contemporáneos, sí viven su vida expuestos a una serie de controles –fragmentarios, ruinosos, contradictorios– sobre su emocionalidad y su pensamiento, viven obligados a vérselas con la gran diversidad cultural que implica la ciudad, por eso la metamorfosis para dejar de ser dueños de sí, es decir, la alteración de la propia subjetividad requiere todo un despliegue de exigencias especiales. Sin duda, las drogas son una de ellas: estas no solo potencian o perfeccionan el arte de “dejarse ir” permitiendo autoalteración, sino que facilitan la condición colectiva de “estar en la misma” como mencionábamos hace un rato. Término que se refiere al saber sensible que los otros están vivenciando de manera semejante a la mía, el mismo presente que estamos compartiendo; para así experimentar por un corto tiempo esa idea, excesivamente verbalizada, de la igualdad. Saber, o más bien, sentir que todos estamos hechos de lo mismo, que compartimos una misma naturaleza más allá de los signos identitarios que nos separan: el sexo, las ideas, las creencias.

Es por eso que una visión adecuada de las prácticas festivas y psicoactivas debe superar la noción de verlas como “un escape”. Pues si bien lo son, si bien la gente se va de fiesta y consume drogas para alejarse de ese mundo que aprendimos a querer aunque seamos dolorosamente conscientes de su desgracia, de su desquicio y de su amargo errar; también son un encuentro, un encuentro con el otro que el mundo actual no permite –o al menos dificulta–. Un encuentro con una parte de sí que tendemos a perder de vista en el frenesí de la vida ordinaria.

En lo que respecta al objeto de estudio concreto en el que basé mi investigación, las fiestas electrónicas underground, también llamadas raves, vale la pena decir que sin duda alguna, las drogas son uno de los elementos clave, no solo como estimulación corporal que permita mayor resistencia física y maximización sensorial, sino en la metamorfosis misma, en la muerte del yo.

Sobre el consumo de drogas en estas fiestas concretas, debo decir que es un hecho generalizado, que está sujeto a una autorregulación y que puede pensarse en términos de ritualidad.

Uno de mis entrevistados es un consumidor habitual (diario) de marihuana. Califica su acto de fumarla como “un hábito horrible que tengo que cambiar” (es decir una adicción). Sin embargo, cuando va a asistir a un evento electrónico no fuma en todo el día para “en la noche si coger y arrancar”. Caso que nos afirma la idea de lo sagrado como un territorio cercado, pues estar drogado antes de la fiesta atenta contra el principio de la metamorfosis como requerimiento para participar del acto sagrado. En los cuatro años que llevo asistiendo me he dado cuenta de que en fiestas electrónicas hay una serie de criterios en lo que se refiere al consumo de drogas, con algunos subgéneros se consume ciertas drogas y con otros otras.

Así, por ejemplo si va a sonar D&B (un subgénero de música electrónica) se puede preferir el consumo de ácido (o también llamado LSD) al de pepas (éxtasis o DMMA). Digo “por ejemplo” porque no se trata de criterios establecidos rígidamente y compartidos por todos, además no tengo manera de corroborar un supuesto consenso a este respecto.

Con el lugar de la fiesta también pasa; depende si el sitio es cerrado o al aire libre, si está lejos o cerca, si hace calor o frío. La gente discute qué es lo más conveniente según las condiciones.

También depende con quién se vaya a compartir, si hay alguien con quien no haya buena energía se prefiere no consumir tal droga, si va a venir aquella persona entonces se consume esto, etc.

Lo mismo se puede decir de las dosis, las mezclas y el ritmo con el que se consumen los psicoactivos; entre las personas hay una suerte de “acervo de conocimiento”, como le llama Schütz sobre las drogas; no es lo mismo tragarse una pepa entera, que tragarse media, y comerse luego el resto, de cuarto en cuarto. Algunas personas le sugerirán que no es lo mismo mezclar ácido con cocaína que con marihuana, que no es lo mismo fumarla antes que el ácido haga efecto que después. Según lo que la persona desee sentir y esté sintiendo, puede regular –o le pueden asesorar– su consumo. Hay que señalar que toda esta autorregulación está regida por la música; lo que está sonando, lo que va a sonar (de ahí la importancia del line up, es decir el orden en que los disc jockey van a presentarse), etc.

Me parece que es en este punto en el que radica la ritualidad del consumo, pues no está orientado exclusivamente al interés de sentirse drogado, sino a algo más grande: en-fiestarse; es decir conectarse de la mejor manera con el estilo de la música, la programación de los artistas, el espacio y con los otros.

Tal vez eso explique el caso de Federico (nombre ficticio). Él contaba que lleva consumiendo drogas (marihuana y LSD concretamente) hace rato, mucho antes de conocer las fiestas electrónicas. Que siempre había tenido un dilema moral con ellas, porque le gustaban pero no estaba seguro si estaba bien o mal “hacer eso” (consumir). Pero desde que conoció los raves o fiestas electrónicas ese dilema desapareció, porque siente que puede vivir completamente la droga, disfrutar y aprovechar “cada pedacito” (del ácido) “sin videos de nada”, sin remordimientos ni conflictos.

Este efecto, digamos conciliador, es el mismo que recae sobre cualquier actividad u objeto que se lleve a cabo o se aborde bajo el halo de la ritualidad.

Es así que la persona afín al tantra11 aborda la sexualidad de manera distinta al común de las personas, sin padecer los conflictos típicos (represiones, posesiones, complejos, etc.) que estas sufren. Lo mismo podría decirse del intelectual para el que los monumentos históricos, la lectura y las distintas expresiones del arte tienen un valor diferente al que le atribuyen los demás. Qué decir de las artes marciales como el Kung fu o el Jiu Jitsu, las cuales tienen una noción completamente distinta de lo que es la violencia. O los sacerdotes católicos y su modo de asumir la muerte.

Esta actitud ritual no dista mucho de la actitud con la que varios de los asistentes asumen el consumo de psicoactivos. Sin tener un discurso elaborado sobre estos, rigen su consumo alrededor de una práctica colectiva con componentes sagrados, usan un conocimiento colectivo acumulado y se orientan hacia un objetivo común y concreto: la incorporación a/con la fiesta (la música y el otro).

Pero hay que decirlo: no todo es regulación. También se ven casos en los que la gente consume de manera desmedida, como una de mis entrevistadas, que me decía: “Me gusta meter lo que se me atraviese: pepas, ácidos, marihuana, perico, Popper”. ¿Por qué? –le pregunto–. “Porque me enloquezco, me gusta más así”. El término para referirse a esta manera de consumir es “fritera” o “tostadera”, se habla entonces de “estar frito” o ser “un tostado” y “volverse mierda” con las drogas. Esta actitud ha llegado a ser reprochada a través de los medios de información de los mismos eventos festivos; en un comentario se podía leer: “Mucha droga-Poco arte”. Incluso en la publicidad de uno de ellos encontré: “Más música, parche, buena onda y menos fritera”. Pero ojo, no es el consumo de drogas en sí lo que se está rechazando si no el consumo sin sentido; es decir drogarse por drogarse y no en función de la fiesta (la música, los otros y su energía). Drogarse hasta el punto de desconexión con la realidad de la fiesta.

No quiero que pase desapercibo un hecho importante; incluso la “fritera”, el exceso autodestructivo, es un estado deliberadamente buscado, otra forma –menos sofisticada tal vez– de experimentar la alteración de sí.

Otros ejemplos de esta búsqueda deliberada los encontramos en algunos de los comentarios que veíamos atrás:

 · “A profanar el cuerpo señores”.

· “Esoooooooooo a destruirnos”.

Terminemos este punto señalando que, pese a tener un papel importante, no son las drogas el factor determinante de la metamorfosis. Recordemos cuando uno de los entrevistados nos decía que ese vaciamiento mental, ese poner “la mente en blanco” (o como vimos antes, descolonizarla del dominio de la razón y conectarla con otras dimensiones del ser; la corporal, la espiritual, la emocional) no lo podía obtener “drogándose solamente. porque la gente también hace que uno sienta eso”. La técnica de cuantificar las palabras usadas por los asistentes también permite corroborar este punto, pues las referencias hacia la música para hablar de la fiesta triplicaban en número a la palabra “drogas” o cualquiera de sus sinónimos.

Conclusiones

Una sociedad en la que sus miembros cada vez se hacen más disimiles necesita crear espacios para sentir que están hechos de lo mismo, para sentirse “en la misma”. Tal vez los individuos están empezando a explorar otras estrategias para al menos sentir la igualdad, pues acá todo se trata de sentir. “Estar en la misma” y experimentar juntos algo trascendental, es vivir una dosis de igualdad. ¿No hay cierto parecido entre el estado de efervescencia y el éxtasis de la rumba urbana con las sesiones de los fanatismos religiosos, el encanto activista por las marchas, las demoledoras pasiones futbolísticas, el entusiasmo febril de las redes sociales web? En todas ellas nos salimos de la rutina de la vida ordinaria, nos transformamos en algo distinto de lo que somos en la cotidianidad y nuestro actuar tiene relevancia en muchos otros al mismo tiempo. Entender la fiesta no oficial como un medio efervescente es admitir la posibilidad de que se esté explorando un nuevo tipo de religancia12 es el germen de un nuevo cohesor social.

Las ciudades, en especial las grandes, tienden a separar a las personas que allí habitan. Factores de índole macrosocial como un mal ordenamiento territorial, crisis del sistema de transporte, mayor exigencia productiva, etc.; hacen que las personas tengan poco tiempo para encontrarse. Ciudades como Bogotá, Cali o Barranquilla, obligan a que las personas cancelen sus citas, las pospongan, etc.

La fiesta no oficial es una de las pocas prácticas que tiene la intensidad y la fuerza convocante suficiente como para hacer que las personas se reúnan, compartan afectos, ideas, naderías. La fiesta, en contextos urbanos y especialmente para la población juvenil, tienen la misma fuerza convocante que pudo tener el rito religioso en su tiempo.

Lo que nos sugiere el hecho de la unión mística es que el vínculo social puede prescindir de las marcas sociales, económicas y culturales que haya entre los individuos, que puede haber comunión más allá de lo que creamos del mundo y lo que tengamos para decir de él (o sea nuestra ideología, esa falsa consciencia). Que hay prácticas en las que se busca un estado de armonía colectiva, no a través del consenso o de un “contrato social”, sino de congregaciones en que los sujetos intencionadamente se transforman a sí mismos. Transformación que es potenciada, más no determinada, por las drogas y que está orientada, más allá de la consecución del placer, hacia el testeo de un área poco explorada del otro; su emocionalidad, su presencia sensible y espiritual.

Tal vez, ante la ausencia de modos de vida, “comunidad de intereses” o sistema de creencias comunes se esté optando por volcarse a lo que la raza humana tiene de común: los sentidos, el cuerpo físico, la emocionalidad, la capacidad de sentir e imaginar. Compartir a través de algo que no exige mayores discursos: lo inmediato; el sonido, el color, la luz. O como Borges dice, “compartir el ahora como se comparte la música o el sabor de una fruta”13.

Compartir un ahora que está lleno de “vibraciones”, que son contagiosas y que todos tenemos. Esto nos invita a repensar la idea baumaniana de la liquidez de los vínculos humanos (Bauman, 2005); a lo mejor no se trata exclusivamente de una incapacidad para comprometerse o de una estrategia para sobrevivir en una modernidad en acelerada trasformación; puede que la centralidad de “la buena onda” –el “feeling”, le llaman en las calles y los medios– nos esté indicando una capacidad del sujeto contemporáneo, no ya para “entenderse”, sino para “sentir” a un otro cada vez más distinto. En vista de que cada vez es más difícil comprendernos, comprometernos o llegar a acuerdos, estamos aprendiendo a “amarnos” a través de las superficies.

Pero no es solo un testeo de los demás sino de sí mismo a través de la reintegración del propio ser; una exploración de la propia vida espiritual inducida por la música y demás sustancias alteradoras, que requiere de los otros, que se puede transmitir y nos la pueden transmitir a través de un vínculo social traslúcido, místico¼ nuevo y milenario a la vez. Una naciente espiritualidad contemporánea, sin adscripciones al mundo de lo oficial. Una espiritualidad principalmente urbana, fragmentaria, que se nutre de experiencias sentidas –en la fiesta, en la virtualidad incluso– de imágenes mediáticas, de discursos extraídos de la educación y las expresiones artísticas, y que parece no requerir de una institución que la administre y la oriente hacia un fin último. Una espiritualidad urbana.


1 Esta última se refiere a esos momentos, medios, espacios sociales no familiares, no comunitarios, no vecinales. Ubicados en un punto intermedio entre la esfera pública y la privada. Se experimentan a diario en el contexto urbano y se caracterizan por ser reacios a dejarse institucionalizar o formalizar; es el parche de amigos, la caminata nocturna, las naderías en el espacio privado, público y virtual.
2 El término procrastinación hace referencia a “la acción o hábito de postergar actividades o situaciones que deben atenderse, sustituyéndolas por otras situaciones más irrelevantes y agradables” (http:// es.wikipedia.org/wiki/Procrastinaci%C3%B3n).
3 La fiesta no oficial haría referencia a la mayoría de prácticas festivas urbanas; a ese heterogéneo conjunto de congregaciones mediadas por sustancias alcohólicas, alucinógenas y/o la música que llevan a cabo personas que habitan o han habitado la ciudad. Cabe mencionar, entre otras: lo que pasa en los bares, cantinas, discotecas, clubes y zonas clandestinas como lotes, casas o bodegas/ eventos masivos en torno a la música/ la asistencia al estadio de los y las barristas (denominada por ellos-as “la fiesta del futbol”)/ beber licor y/o consumir drogas en parques, calles y andenes.
4 Hasta el momento (2014) en la mayoría del territorio nacional la ley limita el consumo y expendio de alcohol (y con él la fiesta) hasta la 3:00 am. Esto nos sugiere la idea del nomadismo festivo como una estrategia de evasión a la norma, a la oficialidad.
5 Inception (2010) es una película de ciencia ficción dirigida por Christopher Nolan, su título en español para Latinoamérica es El origen.
6 Aunque el término underground parece tener un significado en constante transformación-construcción que requeriría un análisis del discurso profundo, baste decir por el momento que hace referencia a lo contrario de las tendencias culturales, musicales y artísticas prevalecientes o de la “cultura mayor”.
7 Quise conservar los llamados “errores” de digitación y ortografía ya que también hablan sobre el estado emocional que estimula a escribir estos comentarios.
8 Estas expresiones son extraídas de algunos comentarios en Facebook en los muros de eventos electrónicos así como de algunas entrevistas semiestructuradas y en profundidad que realicé para la investigación de mi trabajo de grado.
9 Las que se desarrollan alrededor de lo que llamamos fiesta no oficial; la de algunos bares, cantinas, discotecas, clubes y zonas clandestinas, conciertos, “la fiesta del fútbol” de los barristas, la fiesta de andenes y parques, etc.
10 Es por eso que hoy día se habla de “el poder” del rock o de la electrónica, la esencia del reggae. Es por eso que se le dice al rap “melodía psicoactiva”. Los cánticos de los hinchas en los estadios de fútbol generan este mismo efecto.
11 El tantra o tantrismo es una tradición oriental que enseña a usar el deseo como sendero hacia la realización personal a través de una iluminación espiritual.

12 La palabra religión, viene del verbo ligare cuya raíz indoeuropea leig significa amarrar, mezclar. De ahí que los grandes investigadores del fenómeno religioso como Weber (2005) y Durkheim (1993) coincidan en ubicar el origen de la religión en un estado de comunión emocional, antes que en las formas organización conceptual de la realidad que le fue posterior.
13 Del poema “Nostalgia del Presente” de Jorge Luis Borges


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